miércoles, 6 de octubre de 2010

CARTA SOBRE LA LECTIO DIVINA

Querido amigo:
Al menos cada domingo, o incluso cada día, en el curso de la liturgia que celebras con tus hermanos en la iglesia local o en tu comunidad, escuchas la lectura de la Palabra de Dios y recibes también el don de la homilía, esa explicación actualizada de los textos leídos. Así se te pone ante la Palabra viva y eficaz de Dios, que resuena en ti, ante la presencia del mismo Señor, ante el Cristo que sembró su Palabra en ti. La mesa está servida. El alimento de la palabra y el alimento eucarístico se te dan para que en tu camino, en tu éxodo de este mundo hacia el Padre, puedas alimentarte y no perecer, gustando este viático que te viene ofrecido, a ti, miembro enfermo y fatigado del pueblo de Dios, por Aquel que te alimenta, te consuela, te fortalece.
Al menos cada domingo, o incluso cada día, en el curso de la liturgia que celebras con tus hermanos en la iglesia local o en tu comunidad, escuchas la lectura de la Palabra de Dios y recibes también el don de la homilía, esa explicación actualizada de los textos leídos. Así se te pone ante la Palabra viva y eficaz de Dios, que resuena en ti, ante la presencia del mismo Señor, ante el Cristo que sembró su Palabra en ti. La mesa está servida. El alimento de la palabra y el alimento eucarístico se te dan para que en tu camino, en tu éxodo de este mundo hacia el Padre, puedas alimentarte y no perecer, gustando este viático que te viene ofrecido, a ti, miembro enfermo y fatigado del pueblo de Dios, por Aquel que te alimenta, te consuela, te fortalece.
Pero esta experiencia central de la vida cristiana sin duda que la querrás repetir en la vida diaria, en la soledad de tu habitación o en el coloquio comunitario con los hermanos que se te han dado como guardianes y como compañeros. Cierto, no podrás comprender y asimilar la Escritura apoyándote en ti mismo y en tus pobres fuerzas: para llegar a una lectura fructuosa en la que la Palabra de Dios opere en ti lo que no podrías por ti mismo se requieren ciertas condiciones, ciertos preliminares que te permitan una lectura creyente cristiana, una recepción de los dones del Espíritu Santo y una visión contemplativa de Dios Padre. Así, pues, lectura en el Espíritu, Biblia orada: eso es la Lectio divina.
La Lectio Divina, experiencia de Israel y de la Iglesia
Ya en la antigua economía de Israel se oraba con la Palabra y se escuchaba la palabra en la oración. Se puede ver la descripción de esta práctica de la comunidad leyendo el capítulo 8 del Libro de Nehemías. Tal método, que prevé la lectura, la explicación y la oración, se convirtió en la forma clásica de la oración judía, cuyo heredero ha sido el cristianismo (cf 2 Tim 3,14-16). El Nuevo Testamento no describe este método, pero sí da testimonio de él en diversos lugares.
Generaciones de cristianos continuaron orando así, sin ceder a una piedad no bíblica que no reconociera el señorío absoluto de la Palabra en la vida de oración de la Iglesia. Todos los Padres de la Iglesia de Oriente y de Occidente practicaron este método de la lectio divina, invitaron a los fieles a que hicieran otro tanto en sus casas y les entregaron esos espléndidos comentarios de la Escritura que eran fruto suyo esencial. ¿Qué decir, luego, de los monjes? Éstos la convirtieron en el centro de su vida en sus desiertos y sus monasterios, llamándola «la ascesis del monje», su alimento diario. Estaban seguros de que «no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que viene de la boca de Dios» (cf Deut 6,3 y Mt 4,4). En cierto momento, sintieron incluso la necesidad de fijar por escrito el método, al objeto de ayudar a los principiantes a esta adquisición de la Palabra en el Espíritu que no sólo santifica, sino también diviniza.
Orígenes, Jerónimo, Casiano, Bernardo y tantos más... fijaron los términos de la lectio divina, estimulando a los creyentes a recorrerla como la «vía áurea» del diálogo y del inefable coloquio con Dios.
Hasta el siglo XIII, este método alimentó la fe de generaciones enteras, y Francisco de Asís lo practicó todavía con constancia. Pero luego, en la baja Edad Media, se asistió a una deformación de la lectio divina con la introducción de las «cuestiones» y de las «disputas». Son los siglos de eclipse de esta oración los que abrieron el camino a la «devotio moderna» y a la «meditación ignaciana», oraciones más introspectivas y psicológicas. Sólo en los monasterios y entre los Servitas de María se conservará en su integridad, para reaparecer propuesta por el Concilio Vaticano II en la Constitución Dei Verbum, nº 25:
«Es necesario que todos conserven un contacto continuo con la Sagrada Escritura a través de la "lectio divina"..., a través de una meditación atenta y que recuerden que la lectura debe ir acompañada de la oración. Es ciertamente el Espíritu Santo el que ha querido que esta forma de escucha y de oración sobre la Biblia no se pierda a través de los siglos.»
Un lugar para la lectio divina
Así, pues, cuando quieres sumergirte en la lectura orante, busca primero un lugar solitario y silencioso, donde puedas orar a tu Padre en lo escondido, para poder contemplarlo. La propia habitación es un lugar privilegiado para gustar la presencia de Dios, no lo olvides (cf Mt 6,5-6). Ése es el lugar de la lucha de tu corazón, el desierto en que Jesús oró y fue tentado (cf Mc 1,12; Mt 4,1-11; Mc 1,35; etc.), el lugar al que Dios te atrae a sí para hablar a tu corazón y colmarte abundantemente, transformando los abismos angustiados de tu corazón en valles y puertas de esperanza (cf Os 2,16-17). Así, en un lugar solitario, tu juventud espiritual se renovará, podrás cantar al Señor, tu esposo, sentir que le perteneces sólo a él, en paz con todos los hombres y todas las criaturas, animadas o inanimadas (cf Os 2,18-25). Que tu habitación, o todo lugar solitario, sea, pues, para ti el santuario en que Dios te humilla para ponerte a prueba a través de su Palabra, pero así también te educa, te consuela y te alimenta. Sentirás sin duda la presencia del Adversario, que te invita a huir, que te volverá pesada la soledad, que se servirá de tus costumbres y de tus preocupaciones para distraerte, que tratará de seducirte con miriadas de pensamientos mundanos. No te dejes abatir, no desesperes y resiste en esta lucha cuerpo a cuerpo con el demonio, porque el Señor no está lejos de ti. No es que simplemente te vea combatir: él mismo combate en ti este combate. Ayúdate, si quieres, con un icono, con una vela encendida, con una cruz, con una esterilla sobre la que te arrodillas para orar. No tengas reparo -sin ceder a la moda o a la estética- en utilizar estos instrumentos, que te ayudarán a recordar que no estás sólo para estudiar la Biblia, o leer algunas palabras, sino que te encuentras ante Dios, pronto a escucharlo, en coloquio con él.
Si te viene la tentación de huir, resiste, incluso si tienes que quedarte sin voz, en silencio, pero resiste. Tienes que acostumbrarte a tiempos de soledad, de silencio, de desprendimiento de las cosas y de tus hermanos, si quieres encontrar a Dios en la oración personal.
Un tiempo de silencio para que Dios hable
Trata de que el lugar de la lectio divina y la hora del día te permitan también el silencio exterior, preliminar necesario del silencio interior. «El Maestro está  ahí y te llama» (cf Jn 11,38), y para oir su voz tienes que silenciar las otras voces, para oir la Palabra tienes que bajar el tono de tus palabras. Hay tiempos más apropiados que otros para el silencio: el corazón de la noche, por la mañana temprano, al atardecer... Tú verás, según tu horario de trabajo, pero permanece fiel a ese tiempo y determínalo en tu jornada de una vez por todas. No es serio acudir al Señor en la oración sólo cuando tienes un agujero en tus compromisos, como si el Señor fuera un tapaagujeros. Y no digas nunca: «No tengo tiempo», porque es como si te declararas idólatra: el tiempo de tu jornada está a tu servicio, no eres tú el que tiene que ser esclavo del tiempo.
Envuélvete, pues, de silencio, y el tiempo de la lectio divina pondrá ritmo a tu vida. Sabes que hay que orar siempre, sin cansarte nunca (cf Lc 18, 1-8; 1 Tes 5,17), pero sabes también que se necesitan tiempos precisos, dados explícita y visiblemente a la oración, para sostener esta «memoria de Dios» en toda la jornada. Sé un «enamorado» del Señor, o tiende a volverte tal. Entonces no desdeñarás consagrarle un poco de ese tiempo que consagras habitualmente, cada día y sin fatiga, a tus hermanos de comunidad o a tus amigos.
Y no olvides que este tiempo para la lectio debe ser suficientemente largo, no sólo un breve momento. Tienes que recuperar la calma, estar en paz, y no bastarán unos minutos. Los Padres dicen que para la lectio divina se precisa al menos una hora.
¿Cuántas palabras oyes durante el día, cuántas lecturas haces? ¡Qué de palabras sofocan a la Palabra! En esto también has de ser vigilante; si las palabras mundanas son tan abundantes, ¿qué «primacía» puede tener concretamente la Palabra de Dios sobre ellas? Hacer la lectio divina puntualmente, cada día, no te dispensa de examinar la relación entre la Palabra y las palabras. Éstas, por su cantidad y su calidad, pueden sofocar la voz divina y no permitir que aquella crezca y dé en ti su fruto (cf Mc 4,13-20). ¿Qué sentido tiene leer de todo, alimentarse con argumentos mundanos, hacer lecturas que dejan profundas huellas de impureza en el corazón, y pretender luego vivir de la Palabra «que sale de la boca de Dios»? Si en tu vida no pones vigilancia sobre la relación Palabra/palabras, estás condenado a seguir siendo un dilettante, un «oyente paralizado» frente a lo que debería ser un verdadero camino de iniciación.
Un corazón amplio y bueno
Si Dios te ha llamado a la soledad, al silencio, a un momento de diálogo con él, es para «hablar a tu corazón». El corazón bíblico es el centro, la sede de las facultades intelectuales del hombre, es el centro más íntimo de tu personalidad. Y, por tanto, el corazón es el órgano principal de la lectio divina porque es el centro en el que cada hombre vive y expresa su personalidad propia. Pero sabes que este corazón puede ser incircunciso (cf Deut 30,6; Rom 2,29), puede ser de piedra (Ez 11,19), estar dividido (Sal 118,113; Jer 32, 29), ciego (Lam 3,65). Todas estas expresiones indican que el corazón del creyente puede estar lejos de Dios, no tocado por la fe. Pero también, a veces, el corazón del creyente puede estar embotado por las disipaciones, la bebida y los agobios de la vida (Lc 21,34), puede estar endurecido, enfermo de esclerosis, hasta el punto de no reconocer ni comprender las palabras y la acción del Señor (Mc 6,52; 8,17), puede ser inestable, inconstante, olvidadizo, propenso a tergiversar el sentido de la Palabra (cf 2 Pe 3,16; Lc 8,13). Tú que te dispones a escuchar a Dios, toma tu corazón en la mano, elévalo a Dios, para que lo transforme en un corazón de carne, para que lo unifique, lo sane y lo purifique. Sólo un corazón de niño puede recibir los dones de Dios (cf Mc 10,15).
Sólo un corazón hecho nuevo por el Señor está abierto y disponible para la escucha. El Señor ha prometido dar un corazón nuevo a quien lo invoque (Ez 18,31), inclinarlo hacia su palabra si se presenta a él convencido de su propia esclerosis (Sal 118,36). Cada día nos grita: «¡Ojalá escuchéis mi voz! ¡No endurezcáis el corazón!» (Sal 94,8; Heb 3,7). El corazón duro encuentra dura la palabra de Dios, y esto les puede pasar también a los creyentes: «Esta palabra es dura. ¿Quién puede soportarla?» (Jn 6,60). Pide entonces al Señor para toda tu persona, cuyo símbolo es el corazón, «un corazón amplio, un corazón que escucha» (leb shame'a), como Salomón se lo pidió al Señor (1 Re 3,5).
Cuando haces la lectio divina, recuerda la parábola del sembrador, que presenta al Señor sembrando su palabra. Tú eres, en realidad, uno de esos terrenos: o pedregoso, o camino abierto a todo lo que pasa, o lleno de espinas, o bueno. La palabra debe caer en ti como en una tierra buena, y tú, «después de haberla escuchado con un corazón bueno y unificado, la guardarás produciendo fruto con tu perseverancia» (cf Lc 8,15).
Es en un corazón purificado, unificado, sanado, donde el Padre, el Hijo y el Espíritu vienen a hacer su morada en ti para celebrar la lectio divina (Jn 14,23; 15,4).
El corazón está hecho para la Palabra y la Palabra para el corazón: ayuda a esas bodas cantadas por el Salmo 118 en que su Palabra llega a ser tuya, en que tu corazón canta porque ha llegado a ser suyo.
Entonces tu corazón será  el de un discípulo dócil a las cosas de Dios, capaz de experimentar la Palabra «sin glosa», verdaderamente a los pies de Cristo y pronto a escucharlo como María de Betania (Lc 10,39), capaz de meditar y de conservar sus palabras en tu corazón como la madre del Señor (Lc 2,19.51). «Levantemos el corazón», canta la liturgia antes de la celebración eucarística. «Levantemos el corazón» es el primer grito de la lectio divina.
Invoca al Espíritu Santo
Coge la Biblia, ponla ante ti con reverencia, porque es el cuerpo de Cristo, haz la epíclesis, es decir, la invocación del Espíritu Santo. Es el Espíritu Santo quien presidió la generación de la Palabra, es él quien la hizo -palabra hablada o palabra escrita- a través de los profetas, los sabios, Jesús, los evangelistas, es él quien la dio a la Iglesia y la ha hecho llegar intacta hasta ti.
Inspirada por el Espíritu Santo, sólo este mismo Espíritu puede hacerla comprensible (cf Dei Verbum, nº 12). Obra de suerte que el Espíritu Santo pueda descender sobre ti (Veni Creator Spiritus) y que con su fuerza, su dýnamis, retire el velo de tus ojos para que veas al Señor (Sal 118,18; 2 Cor 3,12-16). Es el Espíritu el que da la vida, mientras que la «letra sola» mata. Ese Espíritu que descendió sobre la Virgen María, cubriéndola con su sombra gracias a su poder para engendrar en ella al Verbo, la Palabra hecha carne (Lc 1,34), ese Espíritu que descendió sobre los apóstoles para introducirlos en la verdad entera (Jn 16,13), tiene que hacer lo mismo en ti: tiene que engendrar en ti la Palabra, tiene que hacerte entrar en la verdad. Lectura espiritual significa «lectura en el Espíritu Santo y con el Espíritu Santo» de las cosas inspiradas por el Espíritu Santo.
Aguárdalo, porque «aunque tarde, de seguro que vendrá» (Hab 2,3). Ten por cierta la palabra de Jesús: «Si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, con cuánta más razón dará el Padre celestial el Espíritu Santo a quienes se lo pidan» (Lc 11,13).
Oirás en tu interior su palabra eficaz: «Effeta. Ábrete» (Mc 7,34) y no te sentirás ya solo sino acompañado ante el texto bíblico, como el etíope que leía a Isaías pero no comprendía hasta que Felipe le dio alcance. Éste, gracias al Espíritu Santo recibido en Pentecostés, le abrió el texto y le cambió el corazón (cf Act 8,26-38), lo mismo que el Señor había abierto la inteligencia de las Escrituras a los discípulos de Emaús (Lc 24,45).
Sin epíclesis, la lectio divina se queda en un ejercicio humano, un esfuerzo intelectual, todo lo más un aprendizaje de sabiduría, pero no Sabiduría divina. Y esto es «no discernir el Cuerpo de Cristo» y, por tanto, leer la propia condena (cf 1 Cor 11,29).
Ora según tu capacidad, según el Señor te lo conceda, o bien ora así:
«Dios nuestro, Padre de la luz, tú has enviado tu palabra al mundo, sabiduría salida de tu boca, que reinó sobre todos los pueblos de la tierra (Sir 24,6-8).
«Tú has querido que haga su morada en Israel y que a través de Moisés, los profetas y los salmos (cf Lc 24,44), manifieste tu voluntad y hable a tu pueblo del Mesías esperado, Jesús. Finalmente, has querido que tu Hijo mismo, Palabra eterna que vivía en tu seno (Jn1,1-14) se haga carne y plante su tienda entre nosotros, naciendo de María y siendo concebido por obra del Espíritu Santo (Lc 1,35).
«Envía ahora sobre mí tu Espíritu para que me dé un corazón dócil (1 Re 3,5), que me permita hallarte en estas Santas Escrituras y que engendre en mí a tu Verbo. Que tu Espíritu Santo retire el velo de mis ojos (2 Cor 3,12-16), que me conduzca a la verdad entera (Jn 16,13), que me dé inteligencia y perseverancia. Te lo pido por Jesucristo, nuestro Señor. Sea él bendito por los siglos de los siglos. Amén.»
Procura valerte sobre todo del Salmo 118 para esta oración preliminar. Es el salmo de la escucha de la Palabra. Es el salmo de la lectio divina, el coloquio del Amado con el Amante, del creyente con su Señor.
Lee...
Abre la Biblia y lee el texto. No escojas al azar, porque la Palabra de Dios no se desperdicia. Obedece al leccionario litúrgico y acepta este texto que la Iglesia te ofrece hoy, o bien lee un libro de la Biblia desde el comienzo hasta el final. Obediencia al leccionario u obediencia al libro son esenciales para una obediencia diaria, para una continuidad en la lectio, para no caer en el subjetivismo de la elección de un texto que agrada o del que uno cree tener necesidad. Trata de ser fiel a este principio. Puedes elegir un libro indicado por la tradición de la Iglesia para los diferentes tiempos litúrgicos, o una de las lecturas del leccionario ferial. No multipliques los textos: un pasaje, una perícopa, unos versículos son más que suficientes. Y si haces tu lectio siguiendo los textos del domingo, recuerda que la lectura primera (Antiguo Testamento) y la tercera (Evangelio) son paralelas y que se te invita a orar con esos dos textos. El leccionario de las fiestas es un gran regalo, escogido con mucha sabiduría espiritual. El leccionario semanal es más discontinuo; si te causa dificultades, es mejor hacer una lectura continua de un libro escogido.
No leas el texto una sola vez, sino varias, e incluso en voz alta. Si te sabes un pasaje casi de memoria y te ves tentado a leerlo con rapidez, no tengas reparo en recurrir a medios que te impidan esa lectura rápida y superficial: escribe el texto y vuelve a copiarlo. No leas sólo con los ojos, antes presta mucha atención a procurar imprimir el texto en tu corazón.
Lee también los pasajes paralelos, o busca las referencias puestas al margen, que son de gran ayuda. Amplía el pasaje, complétalo, aborda otros pasajes que están en relación con el del día, porque la Palabra se interpreta por sí misma. «La Escritura se interpreta por sí misma» es el gran criterio rabínico y patrístico de la Lectio.
Que tu lectura sea escucha (audire) y que la escucha pase a ser obediencia (oboedire). No tengas prisas. Se necesita una «lectura relajada», porque la lectura se hace por medio de la escucha. ¡La Palabra ha de ser escuchada! Al comienzo era la Palabra, no el libro como en el Islam. Es Dios el que habla y la Lectio no es más que un medio para llegar a la escucha. «Escucha, Israel» es siempre la llamada de Dios que tiene que provenir del texto hasta ti.
Medita...
¿Qué quiere decir «meditar»? No es fácil de explicar. Significa, por de pronto, «profundizar en el mensaje que has leído y que Dios quiere comunicarte». Esto requiere esfuerzo, fatiga, porque la lectura tiene que llegar a ser reflexión atenta y profunda. Cierto, en los tiempos en que se aprendía de memoria la Escritura el cristiano se veía ayudado en esta reflexión porque podía repetir en su corazón, con extrema facilidad, la palabra escuchada o leída. Y sin embargo, todavía hoy, tienes que consagrarte a esta reflexión, según tu cultura, tus capacidades y según los medios intelectuales que posees...
Los medios exegéticos, patrísticos, espirituales, son sin duda útiles para la meditación y el aumento de la comprensión; con todo, lo importante en la lectio divina es el esfuerzo personal, lo que no quiere decir «privado». Incluso hay que decir que a menudo da más frutos cuando esta escucha se vive en una experiencia comunitaria, de fraternidad o de grupo, que son los verdaderos lugares de la escucha de la Palabra.
Este esfuerzo personal ha de tender a buscar la «punta espiritual» del texto: no la frase más llamativa, sino el mensaje central, el que más se refiere al acontecimiento de la muerte-resurrección del Señor. Recoge, pues, el sentido espiritual, da continuidad y unidad entre exégesis, aportaciones patrísticas y lectura de la Biblia por medio de la Biblia y busca lo que te dice el Señor.
No pienses hallar lo que ya sabes: eso es presunción; no lo que más necesitas: eso es consumismo; ni lo que te gustaría encontrar para tu situación: eso sería el reino de la subjetividad, el reino del «yo me siento». El texto no siempre es comprensible por entero y de buenas a primeras. Ten a veces la humildad de reconocer que has comprendido poco, nada incluso. Lo comprenderás más tarde. También esto es obediencia, y si todavía necesitas leche, no puedes aspirar a un alimento sólido (cf 1 Cor 3,2; Heb 5,12).
Llegado a este punto, si ha habido cierta comprensión, rumia las palabras en tu corazón (la «rumia»  de Casiano) y luego aplícatelas a ti, a tu situación, sin perderte en el psicologismo, en la introspección y sin acabar haciendo el examen de conciencia. Es Dios quien te habla, contémplalo, por ti mismo. No te dejes paralizar por un escrupuloso análisis de tus límites y de tus deficiencias ante las exigencias divinas que la Palabra te hace descubrir.
Ciertamente, la Palabra es también maravilla, escruta tu corazón, te convence de pecado, pero recuerda que Dios es más grande que tu propio corazón (cf 1 Jn 3,20) y que esta herida en tu corazón, que te viene de Dios, la hace siempre con verdad y misericordia.
Maravíllate más bien del que habla a tu corazón, del alimento que te ofrece, más o menos abundante, pero siempre saludable. Asómbrate de que la Palabra quede así  depositada en tu corazón, sin que tengas que acudir en su busca al cielo o más allá de los mares (cf Deut 30,11-14). Déjate atraer por la Palabra, que te transforma en imagen del Hijo de Dios sin que sepas cómo. La Palabra que has recibido es para ti vida, alegría, paz, salvación. Dios te habla, tienes que escucharlo, asombrado, como los Hebreos del Éxodo que la veían obrar maravillas, como María, que cantaba: «El Señor ha hecho obras grandes por mí, su nombre es santo» (Lc 1,49). Dios se te revela. Acoge su nombre inefable, su rostro de Amante. Permanece en el espacio de la fe. Dios te enseña: modela tu vida en conformidad con la de su Hijo. Dios se te da, se entrega en su Palabra: acógelo como un niño que entra en comunión con él. Dios te besa con un santo beso: son las bodas del Amado y el Amante. Celebra, pues, en tu corazón su amor más fuerte que la muerte, más fuerte que el sheol, más fuerte que tus pecados. Dios te engendra como «logos», verbo-palabra, como hijo: acepta ser engendrado para llegar a ser el Hijo mismo de Dios. La meditación, la rumia tienen que conducirte a esto: ser la Morada del Padre, del Hijo y del Espíritu. Tu corazón es un lugar litúrgico: toda tu persona es templo, es realidad humano-divina, teándrica.
Ora...
Habla ahora a Dios, respóndele, responde a sus invitaciones, a sus llamadas, a sus inspiraciones, a sus demandas, a sus mensajes, dirigidos a través de la Palabra comprendida en el Espíritu Santo. ¿No ves que se te ha acogido en el seno de la Trinidad, en el inefable coloquio entre el Padre, el Hijo y el Espíritu? No te detengas ya en reflexionar demasiado, entra en diálogo y habla como un amigo habla a su amigo (Deut 34,10). No intentes ya conformar tus pensamientos con los suyos, antes búscalo a él. La meditación tenía por fin la oración. Éste es el momento. Sin embargo, no seas charlatán, háblale con confianza y sin temor, lejos de toda mirada sobre ti mismo, arrobado por su rostro que ha emergido del texto en Cristo el Señor. Da libre curso a tus capacidades creativas de sensibilidad, de emoción, de evocación, y ponlas al servicio del Señor. No te puedo dar muchas indicaciones porque cada cual sabe reconocer el encuentro con su Dios, pero no puede enseñárselo a los otros ni describirlo en sí. ¿Qué se puede decir del fuego, cuando se está sumergido dentro? ¿Qué se puede decir de la oración-contemplación al término de la lectio divina, sino que es la zarza ardiente en que el fuego abrasa?
Como arte inefable que es de la experiencia de la presencia divina, la lectio divina quiere conducirte allí donde, como el Amado, contemplas, repites las palabras del Amante, con alegría, con estupor, olvidado de todo. No pienses que este camino es siempre fácil, lineal, y que siempre se puede recorrer hasta la meta. Temor y amor apasionado, acción de gracias y sequedad espiritual, entusiasmo y atonía corporal, palabra que habla y palabra muda, tu silencio y el silencio de Dios están presentes y se interfieren en tu lectio divina día tras día. Lo importante es ser fiel a este encuentro: poco a poco la Palabra hace su camino en nuestro corazón, superando los obstáculos, los que siempre se presentan en un camino de fe y de oración. Sólo el que es asiduo a la Palabra sabe que Dios es siempre fiel y que no deja de hacerse el encontradizo y de hablar al corazón, sabe que hay tiempos en los que la Palabra de Dios se hace rara (1 Sam 3,1), y a los que sin embargo siguen tiempos de epifanía de la Palabra, sabe que estos tiempos de dificultades, de desánimo, de aridez espiritual son una gracia que nos recuerda qué lejos está todavía nuestro pleno conocimiento de Dios.
Abba Juan el Exiguo preguntaba un día a Abba Juan el Antiguo: «¿Cuál es la fatiga más grande y la obra más difícil del monje?». El anciano respondió con los ojos arrasados en lágrimas de alegría y de dolor: «Es la lectio divina».
Da gracias a Dios por la Palabra que te ha dado, por los que te la han anunciado y que te la explican, intercede por todos los hermanos que el texto ha podido traerte a la memoria con sus virtudes y con sus caídas, procura unir el pan de la Palabra y el de la Eucaristía.
Conserva lo que has visto, oído, saboreado en la lectio, consérvalo en tu corazón y en tu memoria, y vete a acompañar a los hombres, ponte en medio de ellos, y dales humildemente la paz y la bendición que has recibido. Tendrás también fuerza para actuar con ellos a fin de realizar en la historia la Palabra de Dios, mediante tu acción ministerial.
Dios te necesita como instrumento en el mundo para hacer «unos cielos nuevos y una tierra nueva». Te aguarda otro día, un día en el que, viendo a Dios cara a cara a través de la muerte, te mostrará lo que has sido, una «carta viviente» grabada por Cristo, una «lectio divina» para tus hermanos, el Hijo mismo de Dios.
Tu hermano
Enzo
Nota.- Este texto está tomado de la obra de Enzo BIANCHI, Prier la Parole (Abadía de Bellefontaine, 1978[?]), págs. 77-90. Ha sido traducido del francés por el P. Pablo Largo, cmf

lunes, 4 de octubre de 2010

SAN FRANCISCO DE ASÍS

Nació en Asís (Italia) en 1182. Su madre se llamaba Pica y fue sumamente estimada por él durante toda su vida. Su padre era Pedro Bernardone, un hombre muy admirador y amigo de Francia, por la cual le puso el nombre de Francisco, que significa: "el pequeño francesito". Cuando joven a Francisco lo que le agradaba era asistir a fiestas, paseos y reuniones con mucha música. Su padre tenía uno de los mejores almacenes de ropa en la ciudad, y al muchacho le sobraba el dinero. Los negocios y el estudio no le llamaban la atención. Pero tenía la cualidad de no negar un favor o una ayuda a un pobre siempre que pudiera hacerlo. Tenía veinte años cuando hubo una guerra entre Asís y la ciudad de Perugia. Francisco salió a combatir por su ciudad, y cayó prisionero de los enemigos. La prisión duró un año, tiempo que él aprovechó para meditar y pensar seriamente en la vida. Al salir de la prisión se incorporó otra vez en el ejército de su ciudad, y se fue a combatir a los enemigos. Se compró una armadura sumamente elegante y el mejor caballo que encontró. Pero por el camino se le presentó un pobre militar que no tenía con qué comprar armadura ni caballería, y Francisco, conmovido, le regaló todo su lujoso equipo militar. Esa noche en sueños sintió que le presentaban en cambio de lo que él había obsequiado, unas armaduras mejores para enfrentarse a los enemigos del espíritu.

Francisco no llegó al campo de batalla porque se enfermó y en plena enfermedad oyó que una voz del cielo le decía: "¿Por qué dedicarse a servir a los jornaleros, en vez de consagrarse a servir al Jefe Supremo de todos?". Entonces se volvió a su ciudad, pero ya no a divertirse y parrandear sino a meditar en serio acerca de su futuro. La gente al verlo tan silencioso y meditabundo comentaba que Francisco probablemente estaba enamorado. Él comentaba: "Sí, estoy enamorado y es de la novia más fiel y más pura y santificadora que existe". Los demás no sabían de quién se trataba, pero él sí sabía muy bien que se estaba enamorando de la pobreza, o sea de una manera de vivir que fuera lo más parecida posible al modo totalmente pobre como vivió Jesús. Y se fue convenciendo de que debía vender todos sus bienes y darlos a los pobres. Paseando un día por el campo encontró a un leproso lleno de llagas y sintió un gran asco hacia él. Pero sintió también una inspiración divina que le decía que si no obramos contra nuestros instintos nunca seremos santos. Entonces se acercó al leproso, y venciendo la espantosa repugnancia que sentía, le besó las llagas. Desde que hizo ese acto heroico logró conseguir de Dios una gran fuerza para dominar sus instintos y poder sacrificarse siempre a favor de los demás. Desde aquel día empezó a visitar a los enfermos en los hospitales y a los pobres. Y les regalaba cuanto llevaba consigo.

Un día, rezando ante un crucifijo en la iglesia de San Damián, le pareció oír que Cristo le decía tres veces: "Francisco, tienes que reparar mi casa, porque está en ruinas". Él creyó que Jesús le mandaba arreglar las paredes de la iglesia de San Damián, que estaban muy deterioradas, y se fue a su casa y vendió su caballo y una buena cantidad de telas del almacén de su padre y le trajo dinero al Padre Capellán de San Damián, pidiéndole que lo dejara quedarse allí ayudándole a reparar esa construcción que estaba en ruinas. El sacerdote le dijo que le aceptaba el quedarse allí, pero que el dinero no se lo aceptaba (le tenía temor a la dura reacción que iba a tener su padre, Pedro Bernardone) Francisco dejó el dinero en una ventana, y al saber que su padre enfurecido venía a castigarlo, se escondió prudentemente. Pedro Bernardone demandó a su hijo Francisco ante el obispo declarando que lo desheredaba y que tenía que devolverle el dinero conseguido con las telas que había vendido. El prelado devolvió el dinero al airado papá, y Francisco, despojándose de su camisa, de su saco y de su manto, los entregó a su padre diciéndole: "Hasta ahora he sido el hijo de Pedro Bernardone. De hoy en adelante podré decir: Padrenuestro que estás en los cielos". El Sr. Obispo le regaló el vestido de uno de sus trabajadores del campo: una sencilla túnica, de tela ordinaria, amarrada en la cintura con un cordón. Francisco trazó una cruz con tiza, sobre su nueva túnica, y con ésta vestirá y pasará el resto de su vida. Ese será el hábito de sus religiosos después: el vestido de un campesino pobre, de un sencillo obrero.

Se fue por los campos orando y cantando. Unos guerrilleros lo encontraron y le dijeron: "¿Usted quién es? – Él respondió: - Yo soy el heraldo o mensajero del gran Rey". Los otros no entendieron qué les quería decir con esto y en cambio de su respuesta le dieron una paliza. Él siguió lo mismo de contento, cantando y rezando a Dios. Después volvió a Asís a dedicarse a levantar y reconstruir la iglesita de San Damián. Y para ello empezó a recorrer las calles pidiendo limosna. La gente que antes lo había visto rico y elegante y ahora lo encontraba pidiendo limosna y vestido tan pobremente, se burlaba de él. Pero consiguió con qué reconstruir el pequeño templo. La Porciúncula. Este nombre es queridísimo para los franciscanos de todo el mundo, porque en la capilla llamada así fue donde Fracisco empezó su comunidad. Porciúncula significa "pequeño terreno". Era una finquita chiquita con una capillita en ruinas. Estaba a 4 kilómetros de Asís. Los padres Benedictinos le dieron permiso de irse a vivir allá, y a nuestro santo le agradaba el sitio por lo pacífico y solitario y porque la capilla estaba dedicada a la Sma. Virgen.

En la misa de la fiesta del apóstol San Matías, el cielo le mostró lo que esperaba de él. Y fue por medio del evangelio de ese día, que es el programa que Cristo dio a sus apóstoles cuando los envió a predicar. Dice así: "Vayan a proclamar que el Reino de los cielos está cerca. No lleven dinero ni sandalias, ni doble vestido para cambiarse. Gratis han recibido, den también gratuitamente". Francisco tomó esto a la letra y se propuso dedicarse al apostolado, pero en medio de la pobreza más estricta. Cuenta San Buenaventura que se encontró con el santo un hombre a quien un cáncer le había desfigurado horriblemente la cara. El otro intentó arrodillarse a sus pies, pero Francisco se lo impidió y le dio un beso en la cara, y el enfermo quedó instantáneamente curado. Y la gente decía: "No se sabe qué admirar más, si el beso o el milagro".

El primero que se le unió en su vida de apostolado fue Bernardo de Quintavalle, un rico comerciante de Asís, el cual invitaba con frecuencia a Francisco a su casa y por la noche se hacía el dormido y veía que el santo se levantaba y empleaba muchas horas dedicado a la oración repitiendo: "mi Dios y mi todo". Le pidió que lo admitiera como su discípulo, vendió todos sus bienes y los dio a los pobres y se fue a acompañarlo a la Porciúncula. El segundo compañero fue Pedro de Cattaneo, canónigo de la catedral de Asís. El tercero, fue Fray Gil, célebre por su sencillez. Cuando ya Francisco tenía 12 compañeros se fueron a Roma a pedirle al Papa que aprobara su comunidad. Viajaron a pie, cantando y rezando, llenos de felicidad, y viviendo de las limosnas que la gente les daba. En Roma no querían aprobar esta comunidad porque les parecía demasiado rígida en cuanto a pobreza, pero al fin un cardenal dijo: "No les podemos prohibir que vivan como lo mandó Cristo en el evangelio". Recibieron la aprobación, y se volvieron a Asís a vivir en pobreza, en oración, en santa alegría y gran fraternidad, junto a la iglesia de la Porciúncula. Dicen que Inocencio III vio en sueños que la Iglesia de Roma estaba a punto de derrumbarse y que aparecían dos hombres a ponerle el hombro e impedir que se derrumbara. El uno era San Francisco, fundador de los franciscanos, y el otro, Santo Domingo, fundador de los dominicos. Desde entonces el Papa se propuso aprobar estas comunidades.
A Francisco lo atacaban a veces terribles tentaciones impuras. Para vencer las pasiones de su cuerpo, tuvo alguna vez que revolcarse entre espinas. Él podía repetir lo del santo antiguo: "trato duramente a mi cuerpo, porque él trata muy duramente a mi alma".

Clara, una joven muy santa de Asís, se entusiasmó por esa vida de pobreza, oración y santa alegría que llevaban los seguidores de Francisco, y abandonando su familia huyó a hacerse moja según su sabia dirección. Con santa Clara fundó él las hermanas clarisas, que tienen hoy conventos en todo el mundo.
Francisco tenía la rara cualidad de hacerse querer de los animales. Las golondrinas le seguían en bandadas y formaban una cruz, por encima de donde él predicaba. Cuando estaba solo en el monte una mirla venía a despertarlo con su canto cuando era la hora de la oración de la medianoche. Pero si el santo estaba enfermo, el animalillo no lo despertaba. Un conejito lo siguió por algún tiempo, con gran cariño. Dicen que un lobo feroz le obedeció cuando el santo le pidió que dejara de atacar a la gente.

Francisco se retiró por 40 días al Monte Alvernia a meditar, y tanto pensó en las heridas de Cristo, que a él también se le formaron las mismas heridas en las manos, en los pies y en el costado. Los seguidores de San Francisco llegaron a ser tan numerosos, que en el año 1219, en una reunión general llamado "El Capítulo de las esteras", se reunieron en Asís más de cinco mil franciscanos. Al santo le emocionaba mucho ver que en todas partes aparecían vocaciones y que de las más diversas regiones le pedían que les enviara sus discípulos tan fervorosos a que predicaran. Él les insistía en que amaran muchísimo a Jesucristo y a la Santa Iglesia Católica, y que vivieran con el mayor desprendimiento posible hacia los bienes materiales, y no se cansaba de recomendarles que cumplieran lo más exactamente posible todo lo que manda el santo evangelio.


Francisco recorría campos y pueblos invitando a la gente a amar más a Jesucristo, y repetía siempre: "El Amor no es amado". Las gentes le escuchaban con especial cariño y se admiraban de lo mucho que sus palabras influían en los corazones para entusiasmarlos por Cristo y su religión.
Dispuso ir a Egipto a evangelizar al sultán y a los mahometanos. Pero ni el jefe musulmán ni sus fanáticos seguidores quisieron aceptar sus mensajes. Entonces se fue a Tierra Santa a visitar en devota peregrinación los Santos Lugares donde Jesús nació, vivió y murió: Belén, Nazaret, Jerusalén, etc. En recuerdo de esta piadosa visita suya los franciscanos están encargados desde hace siglos de custodiar los Santos Lugares de Tierra Santa. Por no cuidarse bien de las clientísimas arenas del desierto de Egipto se enfermó de los ojos y cuando murió estaba casi completamente ciego. Un sufrimiento más que el Señor le permitía para que ganara más premios para el cielo.

San Francisco, que era un verdadero poeta y le encantaba recorrer los campos cantando bellas canciones, compuso un himno a las criaturas, en el cual alaba a Dios por el sol, y la luna, la tierra y las estrellas, el fuego y el viento, el agua y la vegetación. "Alabado sea mi Señor por el hermano sol y la madre tierra, y por los que saben perdonar", etc. Le agradaba mucho cantarlo y hacerlo aprender a los demás y poco antes de morir hizo que sus amigos lo cantaran en su presencia. Su saludo era "Paz y bien".

Cuando sólo tenía 44 años sintió que le llegaba la hora de partir a la eternidad. Dejaba fundada la comunidad de Franciscanos, y la de hermanas Clarisas. Con esto contribuyó enormemente a enfervorizar la Iglesia Católica y a extender la religión de Cristo por todos los países del mundo. Los seguidores de San Francisco (franciscanos, capuchinos, clarisas, etc.) son el grupo religioso más numeroso que existe en la Iglesia Católica. El 3 de octubre de 1226, acostado en el duro suelo, cubierto con un hábito que le habían prestado de limosna, y pidiendo a sus seguidores que se amen siempre como Cristo los ha amado, murió como había vivido: lleno de alegría, de paz y de amor a Dios.

Cuando apenas habían transcurrido dos años después de su muerte, el Sumo Pontífice lo declaró santo y en todos los países de la tierra se venera y se admira a este hombre sencillo y bueno que pasó por el mundo enseñando a amar la naturaleza y a vivir desprendido de los bienes materiales y enamorados de nuestra buen Dios. Fue él quien popularizó la costumbre de hacer pesebres para Navidad.