lunes, 1 de noviembre de 2010

PORTADORES DEL DON EVANGELIO

PORTADORES DEL DON EVANGELIO

Principio del formulario
jueves, 24 de septiembre de 2009
PRESENTACIÓN
Queridos hermanos:
¡El Señor os dé la paz!
Con el corazón lleno de gratitud al Señor por habernos permitido celebrar nuestro 187° Capítulo general, tengo la alegría de presentaros el documento final del mismo que lleva por título Portadores del don del Evangelio.

El Capítulo ha querido ofrecer a los hermanos un documento de talante inspiracional. No se trata, por consiguiente, de un diagnóstico del estado actual de nuestra Orden sino de una propuesta esperanzada de caminos por recorrer. En algunos ya hemos iniciado la marcha, otros quedan aún por roturar, en cualquier caso el Espíritu nos urge a ser lúcidos para saber leer los signos de los tiempos y evangélicamente creativos y audaces para dar una respuesta adecuada a dichos signos, y poder, de este modo, con los ojos puestos en el futuro, encarnar el don del Evangelio en los diversos contextos donde el Señor nos llama a estar presentes.

Es precisamente aquí donde reside el verdadero valor del documento: en su vocación de criterio de evaluación y orientador de nuestra vida y misión evangelizadora. El mejor uso que de él podemos hacer consiste por tanto en confrontar con serenidad, en autenticidad y con visión de futuro, su contenido con nuestras vidas reales en todos los niveles, desde las fraternidades locales hasta el gobierno general de la Orden, pasando por las entidades y las Conferencias, e iniciar los procesos de conversión que sean necesarios para adecuar con coherencia nuestras declaraciones con la vida concreta. En mi Informe al Capítulo general y en el aula capitular he resaltado la conveniencia de que las fraternidades, las entidades —¿y por qué no también el mismo gobierno general?— cultiven el moratorium como un espacio de discernimiento comunitario. Estoy convencido de que el documento que hoy presento puede ser para ello una herramienta preciosa.

Pido a todos y cada uno de los hermanos que hagan una lectura atenta del documento emanado por el Capítulo general 2009, para que, teniendo en cuenta las inspiraciones que aparecen en él, puedan evaluar su vida y misión, e iniciar caminos inéditos de testimonio y presencia que hagan cada día más significativo nuestro ir por el mundo para anunciar el Evangelio, como hermanos y menores, con el corazón vuelto hacia el Señor.

He hablado de iniciar procesos de conversión. Todos sabemos lo difícil que es esto. ¡Son tantas las inercias y las trabas que oponemos a la gracia! El documento, sin embargo, está recorrido de principio a fin por referencias constantes al Misterio Trinitario: un Dios que es Padre y que envía a su Hijo y nos da al Espíritu que de ambos procede. Que la certeza de la acción permanente e indefectible de este mismo Espíritu, verdadero Ministro general de la Orden, sea nuestra esperanza y nuestra confianza.

Roma, 15 de julio de 2009,
Fiesta del Doctor Seráfico.
Fr. José Rodríguez Carballo, OFM
Ministro general
Documento del Capítulo General 2009





INTRODUCCIÓN

En el nombre del Señor, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.1 El Capítulo general de la Orden de los Hermanos Menores saluda con reverencia y amor sincero a todos los hermanos que, enviados por el Señor Dios al mundo, anuncian en los diversos pueblos y culturas, de palabra y con el testimonio de sus obras, que no hay otro Omnipotente sino sólo él2.
Y a cuantos llegue esta carta, el hermano Francisco, su siervo en el Señor Dios, pequeñuelo y despreciable, les desea a todos salud y paz3.
Muy queridos hermanos:

1.
El Señor nos ha reunido en Santa María de los Ángeles de la Porciúncula para celebrar el 187º Capítulo general de nuestra Orden del 24 de mayo al 20 de junio del 2009 de conformidad con nuestra Regla, la cual prescribe que el Capítulo tenga lugar por Pentecostés4.
Ha sido significativo que este encuentro se haya llevado a cabo en el año en que conmemoramos el VIII centenario de la aprobación de la forma de vida franciscana y en el lugar que vio nacer a nuestra fraternidad. La presencia aquí de hermanos procedentes de tan diversos países y culturas es un signo elocuente de la fuerza fecunda del proyecto de vida de Francisco que no es otro sino el Evangelio de nuestro Señor Jesucristo5.

2.
Puesto que el modo peculiar de Francisco de leer el Evangelio es esencialmente práctico, vital6, reafirmamos la primacía de la praxis como camino para una mejor comprensión de la propia vocación7. Por eso nos preocupa la distancia que suele separar a nuestros discursos de la vida real. De ahí que el Capítulo haya querido escribir un mensaje que inspire y anime la vida cotidiana de los hermanos más que un documento doctrinal. Y hemos querido hacerlo con brevedad de sermón como aconsejaba Francisco8, pues ésta es también una manera de volver a lo esencial.

3.
El tema del Capítulo ha sido la misión evangelizadora, la cual es un medio particularmente propicio para restituir al Señor el don del Evangelio dado como forma de vida a Francisco9. Hablamos de “don” en el sentido que él le da a esta palabra cuando dice que el Señor le dio hermanos10, y de “restitución” en el sentido que tiene el término cuando él mismo exhorta: Y restituyamos al sumo y altísimo Señor Dios todos los bienes, y reconozcamos que todos le pertenecen, y por todos ellos démosle gracias pues proceden de él11. La restitución se refiere, por consiguiente, a la desapropiación.

4.
En este mensaje deseamos compartir algunas reflexiones sobre estos dos aspectos que, complementándose, dan origen a nuestra vida y misión, situándonos sobre el trasfondo de la vida, las necesidades, las preguntas y los desafíos de nuestros pueblos, para quienes el anuncio de la Buena Noticia del Reino de Dios, germen de un mundo nuevo de justicia, de paz y de fraternidad, tiene que ser hoy más que nunca generador de esperanza.

5.
El Señor me dio a mí, el hermano Francisco..., El Señor me condujo entre los leprosos..., El Señor me dio hermanos..., El Señor me reveló...12 Estas palabras del Testamento de Francisco apuntan a una profunda verdad: al principio de todo está el Señor, origen de todo bien, que es todo bien, sumo bien, todo el bien, único bien13. Toda realidad aparece así como un don que procede de él, y el mayor de todos es su Hijo bendito y glorioso que nos ha dado y que por nosotros nació14. Ésta es la Buena Noticia que hemos recibido: el Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios15, don que cambió la vida de Francisco y que cambia la de cada uno de nosotros.

6.
El don del Evangelio está en el origen de nuestra fraternidad. En el Testamento de Francisco el don de los hermanos y el don de la forma de vida evangélica van de la mano16. Cuando los dos primeros compañeros le preguntaron qué debían hacer para poder vivir con él, Francisco respondió: Pidamos consejo a Cristo17 y junto con ellos se dirigió a la iglesia para abrir tres veces el libro del Evangelio. En él es Cristo quien habla, y de la escucha de su voz nace aquel nuevo vínculo en el Espíritu que es la primera fraternidad. El pequeño grupo de hermanos, germen de la Orden franciscana, precede en ese momento fontal a toda distinción ministerial.  Son simplemente creyentes que quieren tomarse en serio el Evangelio.

7.
Desde los primeros días la fraternidad se descubre llamada a anunciar aquello mismo que vive. Celano cuenta que muy al principio, cuando apenas eran ocho hermanos, ocurrió el primer envío por el mundo18. Francisco y los suyos se convierten así en pregoneros y evangelizadores. Este será un rasgo distintivo de la vida franciscana al que ambas Reglas le dedicarán un tratamiento explícito19. Es itinerancia, es simpatía por el mundo20, del cual no sólo no se pretende huir sino que antes bien se le reconoce como el propio claustro21, es compartir la vida de los pobres y la de aquellos que se encuentran a la orilla del camino22. Este modo de andar por el mundo es una manera de restituir el don del Evangelio recibido.

8.
Francisco y sus hermanos llevan a cabo opciones que dan concreción a sus intuiciones. Optan por no tocar el dinero, pero no renuncian al trabajo o a cuidar a los leprosos; optan por no andar a caballo, pero no por eso dejan de ir por el mundo; rehúsan decididamente los privilegios eclesiásticos, pero se declaran a la vez siempre súbditos y sujetos a los pies de la santa Iglesia23; optan por confiarse a la Providencia para proveer a su sustento, pero precisamente por ello son libres de comer lo que les pongan enfrente24. De estas y muchas otras maneras la primera fraternidad aparece como una fraternidad profética, como una fraternidad-signo25 que sabe leer los signos de los tiempos y encarnar el Evangelio de manera concreta y comprensible para la cultura del propio tiempo.

9.
De la misma manera se hace patente la fantasía evangélica con la que Francisco y sus hermanos saben anunciar el Evangelio de la paz. Baste recordar el modo como logra pacificar al obispo y al podestà de Asís que estaban enemistados26. Francisco actúa de una manera muy simple e inteligente: no entra en las cuestiones económicas o de poder que los habían dividido ni pretende encontrar una solución “política” al conflicto; sencillamente los invita a escuchar el Cántico, del cual él había compuesto la letra y la música27. Su fantasía le sugiere el modo de ayudarles a resolver sus contiendas desde su propio don. ¿Qué hay de más eficaz que la música y el canto para mover los afectos y hablar al corazón? La lógica del don28 aparece claramente como una alternativa a la lógica del precio, de la ganancia, de la utilidad y del poder, tan imperante entonces como en nuestro mundo de hoy.

10.
A ejemplo de Francisco y de tantos hermanos de nuestra historia que supieron poner sus dones al servicio de la Buena Nueva29, también nosotros nos sentimos llamados a acoger el Evangelio y a restituirlo creativamente con la vida, con gestos concretos, mediante el ejercicio de nuestros propios dones. Queremos aprender a escuchar la palabra de Jesús y a restituirla a los hombres y mujeres de hoy en el espíritu del Evangelio30, recorriendo los caminos del mundo como hermanos menores evangelizadores con el corazón vuelto hacia el Señor.

II
RESTITUYAMOS el don del Evangelio
Durante los trabajos capitulares surgieron diversos temas que deseamos proponer a los hermanos como posibles caminos de restitución.
La evangelización

11.
En su esencia más profunda el Evangelio es un don destinado a ser compartido. El envío a evangelizar brota de sus entrañas mismas31 a la vez que es una exigencia de la fe. Una auténtica experiencia de Dios, en efecto, nos pone en movimiento, porque no es posible sentir el abrazo infinito de un Dios locamente enamorado porque es amor y sólo amor sin sentir al mismo tiempo la necesidad urgente de compartir esta experiencia con los demás32. Evangelizar es en último término hacer la experiencia de Emaús, poniéndose en ruta para hacer una oferta de fe mediante un testimonio compartido33. Y quien comparte restituye34.

12.
Pero conviene ser autocríticos y preguntarnos si el inmovilismo y la instalación que amenazan con paralizar el dinamismo evangelizador no estarán hablando de una crisis de fe que toca a algunos de nosotros. Y quizá el nudo del problema no sea tanto que no creamos sino más bien qué idea de Dios hemos puesto en el centro de nuestra fe. ¿No será que acaso acentuamos con demasiada frecuencia, de modo unilateral, el lado monoteísta de ella en detrimento de su dimensión trinitaria, que es donde radica su originalidad? La pregunta es pertinente porque el envío evangelizador sólo tiene sentido desde la fe en un Dios que es Padre y que desde la hondura de su intimidad de comunión y de amor envía a su Hijo a anunciar y a hacer presente la Buena Nueva de su Reino bajo la acción del Espíritu. Además, únicamente a partir de este presupuesto de fe podemos comprender que la misión evangelizadora sea esencialmente inherente a nuestra vocación franciscana, ya que todos la hemos abrazado bajo el signo de la fe trinitaria: Para alabanza y gloria de la Santísima Trinidad35. Sobre el fundamento de una fe y de una espiritualidad trinitarias podemos entrar en la dinámica de la lógica del don, que hace que la riqueza que los hermanos aportan con sus dones, junto con la diversidad de contextos sociales, culturales y religiosos que nos desafían, confiera a la misión de nuestra Orden su carácter de carismática, plural y diversa36. En la centralidad que le es debida al Dios trino como principio integrador de nuestras vidas, fraternidades y de los dones de los hermanos nos jugamos la esperanza que anima nuestra misión evangelizadora37.

Misión inter gentes:

Encarnados evangélicamente en nuestro tiempo

13. Otro camino de restitución que el Capítulo ha enfatizado en estos días es la llamada “misión inter gentes”38, expresión que da a entender un modo de hacernos presentes ahí donde el Señor nos envía, a la vez que una actitud ante el mundo. Se trata de un proceso de inserción en la realidad que nos hace descubrir la vida de nuestros pueblos con toda su complejidad39. La misión inter gentes supone esta empatía con el mundo y es consecuencia y prolongación del misterio de la encarnación. Para anunciar la Buena Nueva del Reino, el Verbo —el primer menor— se hace carne en un cuerpo humano y por el mismo hecho se inserta también en un tiempo histórico, en una sociedad y en una cultura concretas, asumiendo así en todo la condición humana menos en el pecado40. Cristo es el paradigma de toda evangelización, por lo que la encarnación real y efectiva del evangelizador en la realidad socio-cultural del pueblo es una condición ineludible de su misión.

14.
Para lograr esta anhelada encarnación es preciso descentrarnos de nosotros mismos41 a ejemplo del Hijo de Dios, el cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre42. La Orden se siente llamada a ser menos autorreferencial y a estar más en tensión hacia al devenir del mundo; a angustiarse menos por su futuro y más por el destino de la humanidad; a afanarse no tanto por adecuar sus estructuras internas sino por adecuarse a los tiempos que corren. Fenómenos como la interculturalidad, la reivindicación y defensa de los derechos humanos, la emergencia y visibilización de minorías de todo tipo; la crisis del modelo económico neoliberal que depaupera aún más a los sectores pobres de nuestras poblaciones, el ecocidio despiadado o los fenómenos migratorios son, entre otros, voces que el Espíritu nos lanza y que piden respuesta. Creemos que el Espíritu sigue actuando, hablando y manifestándose tanto hoy como ayer.

15.
La missio inter gentes implica una actitud de simpatía por el mundo como condición para entrar en diálogo con los hombres y mujeres de hoy y para la evangelización43. No se trata de acomodarse al mundo y tampoco de suspender el juicio crítico respecto a él. Se trata más bien de aprender a ser capaces de proyectar una mirada positiva sobre los contextos y las culturas en que estamos inmersos, descubriendo las oportunidades inéditas de gracia que el Señor nos ofrece a través suyo44. Vivimos un nuevo kairós que él nos da a través del colapso de los anteriores paradigmas sociales, culturales y religiosos y de la emergencia de los nuevos que trae aparejado el cambio de época que estamos viviendo. De esta manera la misión evangelizadora se convierte en camino de ida y vuelta que comporta dar, pero también recibir, en actitud de diálogo45.

16.
La misión inter gentes se expresa asimismo a través de la inculturación. Seducidos por Cristo, Palabra de Dios inculturada por excelencia, también nosotros queremos aprender a encarnar el mensaje evangélico en los diversos contextos en que vivimos46. Para que el Evangelio sea significativo no hay que esperar a que sean los hombres y mujeres de hoy quienes se esfuercen por entender lo que les pretendemos transmitir, más bien nos corresponde a nosotros aprender el lenguaje del mundo y sus códigos comunicativos para hacer inteligible el mensaje. Me hice todo con todos con tal de salvar por todos los medios a algunos, dice el apóstol. Y agrega: Y todo lo hago por el Evangelio, porque quiero tener también mi parte en él47.
La situación de la Iglesia en tiempos de Francisco es aleccionadora: prisionera de sus estructuras feudales, había perdido capacidad de comunicar el Evangelio a la sociedad de entonces. Había perdido el lenguaje de la misión. El nuevo mundo se le escapaba48.

17.
Una de las formas de evangelización inter gentes en la que se encuentran involucrados muchos hermanos es la llamada “evangelización ordinaria”, que mantiene su validez y que de ninguna manera suprime o se contrapone a las nuevas formas de evangelización.
Misión ad gentes

18.
La misión inter gentes encuentra su expresión plena y en cierto modo su complemento en la misión ad gentes. En múltiples ocasiones el Capítulo manifestó por ella su sincero aprecio y subrayó la importancia de este elemento esencial de toda evangelización. La misión ad gentes, en efecto, pone en singular evidencia el momento inicial de la fe, que nace del anuncio del kerygma a quienes aún no conocen el Evangelio y que llama a la conversión. Por la fe anunciada y compartida el Espíritu crea lazos de comunión de los cuales hace nacer la Iglesia.
Esta dinámica misionera pertenece esencialmente a la fisonomía de ésta, obediente al mandato de Jesús, que dice: Vayan, pues, y enseñen a todas las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a observar todo cuanto les he mandado49.

19.
Francisco y sus hermanos de la primera hora fueron particularmente impactados por los textos evangélicos del envío en misión de los discípulos50, los cuales inspiraron su modo de andar por el mundo desprovistos de cuanto pudiera darles seguridad51. Esta es una característica típica de nuestra tradición franciscana, y desde el principio los hermanos han sabido cruzar fronteras para aventurarse más allá de los confines de la cristiandad. La historia de la primera fraternidad está señalada por las misiones al otro lado de las montañas, hacia el norte de Europa, y más allá de los mares, hacia el Oriente. Es Francisco quien suscita estas primeras expediciones tras el Capítulo de 1217, antes de ponerse él mismo, dos años más tarde, en camino hacia Oriente.

20.
Según la Regla la misión no nace de la iniciativa humana sino por divina inspiración52. Éste es un elemento esencial para revitalizar hoy nuestras misiones ad gentes. Sólo en la docilidad al Espíritu, que sopla donde quiere y como quiere y que impulsa a evangelizar, reencontraremos la fuerza y el ardor misioneros que a veces pudieran parecer venir a menos. La Regla no bulada, por su parte, señala a los hermanos dos modos de comportarse: el testimonio silencioso en sujeción a toda humana creatura por amor a Dios y el anuncio explícito de su Palabra con la llamada a la conversión cuando vean que place al Señor53. Se trata de indicaciones preciosas que conjuntan las características de la misión inter gentes con las de la misión ad gentes en una síntesis posibilitada por la docilidad al Espíritu. El anuncio explícito del Evangelio es el punto de llegada de nuestro modo minorítico de estar presentes en el mundo tras un atento discernimiento para descubrir cuándo “le place al Señor”.

21.
En esta atención a las misiones ad gentes el Capítulo ha auspiciado la colaboración entre las diversas entidades en una perspectiva de intercambio recíproco entre aquellas más jóvenes y las de más antigua tradición. Hoy la misión más allá de las propias fronteras es una llamada a todos, y los movimientos migratorios a nivel mundial propician una nueva aproximación a la dimensión misionera.
Habitar las fronteras

22.
El evangelizador es un cruzador permanente de fronteras por el simple hecho de ser enviado. Puede tratarse de fronteras geográficas como suele suceder en el caso de la misión ad gentes, pero también las hay de otros tipos y tenemos que aprender a franquearlas. Vivimos en sociedades compartimentadas donde a veces las divisiones se tornan demasiado rígidas, originando así discriminación, exclusión y, en ocasiones extremas, violencia física, psíquica e ideológica. En el actual contexto social, eclesial y aun de la Orden misma algunas de ellas cobran especial relevancia y nos urgen a ejercer nuestra itinerancia cruzando fronteras como las que hay entre hombre/mujer, clérigo/laico, rico/ pobre, cultura/naturaleza, alma/cuerpo, ciudadano/inmigrante, oración/ trabajo, Orden/mundo, comunidad/sujeto individual. Evangelizar implica tratar de hacer porosos nuestros límites para permitir el flujo de la intercomunión y la intercomunicación. Nuevamente sólo la fe y la espiritualidad trinitarias nos permitirán habitar las fisuras de un mundo fragmentado en un esfuerzo de integración y superar estas y otras dicotomías como camino de restitución.

23.
Al mismo tiempo se da el fenómeno de la existencia de otras fronteras que se hacen imprecisas y delimitan cada vez menos. La globalización puede ser invocada como un ejemplo paradigmático de ello. Ésta es una de las grandes paradojas de nuestra época: para unos las fronteras son herméticas, para otros apenas si existen. El fenómeno de la inmigración se inscribe en esta dialéctica, especialmente cuando se trata de los refugiados. Cada año son miles aquellos que la miseria o la violencia expulsan de sus países y no son pocos los que perecen en el intento de encontrar los medios para solventar sus necesidades más elementales y las de sus familias. La suya es una itinerancia pobre y minorítica. ¿Podemos encontrar los hermanos menores un espacio social donde estos valores de nuestro carisma estén mejor representados? Una presencia evangélica entre ellos sería un signo de restitución particularmente elocuente en este mundo donde sólo el flujo de dinero, bienes y servicios encuentra libre tránsito, no así las personas, y mucho menos los pobres, sacramentos del Hijo de Dios que fue pobre y huésped54. En virtud de su encarnación, el Verbo se pone del lado de la periferia, de la vulnerabilidad, de la pobreza55. No queremos olvidar que nuestra minoridad, que tiene como paradigma la de Cristo […], ha de traducirse en opciones valientes que nos lleven a “abandonar algunas situaciones sociales y eclesiales para abrazar más decididamente la liminalidad de la vida religiosa, y habitar la marginalidad como esencia de nuestra identidad franciscana”56.

24.
Asistimos al nacimiento de un mundo en el que surgen diferentes sensibilidades que comparten el espacio común: africana, asiática, latinoamericana...; culturas y religiones que hasta hace no mucho eran mayoritarias en ciertos ámbitos empiezan a no serlo, al tiempo que otras van emergiendo y reafirmando su derecho a ser reconocidas y a existir. Ya no es preciso marchar a miles de kilómetros de distancia para encontrarnos con otras culturas y otras religiones. Las oportunidades de dialogar con ellas las tenemos al alcance de la mano. Formarnos para el diálogo y restituir el Evangelio en estos ámbitos es obra del Espíritu57 cuya acción no conoce fronteras, pues es él quien impulsa a ir cada vez más lejos, no sólo en sentido geográfico, sino también más allá de las barreras étnicas y religiosas, para una misión verdaderamente universal58.

Los laicos y la “evangelización compartida”

25.
La misión evangelizadora pertenece a toda la Iglesia, no sólo a los ministros ordenados. En la diversidad de ministerios todos los cristianos son llamados a responder a la Palabra del Señor que envía a anunciar la Buena Nueva del Reino. Una correcta concepción de la Iglesia reconoce en la común condición bautismal el fundamento de los diversos carismas y ministerios. Por estos motivos nosotros, hermanos menores, nos sentimos llamados a impulsar la evangelización compartida con los laicos como un acto de auténtica restitución del Evangelio, don de Dios para toda su Iglesia. De este modo los laicos ejercen su derecho y su deber de participar en la conservación, en el ejercicio y en la profesión de la fe recibida59. El laico es evangelizador por derecho propio, no por una graciosa concesión ni mucho menos a título de suplencia para acudir en socorro de nuestras carencias de personal. De ahí que debamos entrar en una “conversión eclesiológica” que nos haga superar la mentalidad clerical que aún prevalece entre algunos hermanos. Un modelo de Iglesia que se basara únicamente en el sacerdote y en el misionero clérigo no permitiría una evangelización compartida, pues ésta implica la disposición a renunciar a ciertas seguridades y a ceder espacios de poder y de protagonismo. Por eso esta restitución sería un signo concreto del Espíritu, y a nosotros, hermanos menores, nos corresponde la tarea de ser inventores proféticos de signos60.

26.
Nuestra Orden, formada por hermanos clérigos y hermanos laicos, comprende y valora el don de la vocación religiosa laical. Consideramos útil recordar algunas orientaciones surgidas en el Capítulo a este propósito.
Se ha dicho que en algunas “regiones” de la Orden […] todavía se viven situaciones de discriminación en cuanto se refiere a las oportunidades de formación, que, según nuestra legislación, deben ser las mismas y que el modo de ejercer nuestros ministerios no siempre favorece la participación activa de los hermanos laicos en la misión evangelizadora61. Sobre este particular hemos reafirmado la exigencia de una formación única para todos, pero que sea a la vez respetuosa del don de cada hermano y de las diversas vocaciones que el Espíritu suscita. Se trata de que todos nuestros candidatos se formen para evangelizar, no para ejercer un solo modelo de evangelización. En este mismo tenor conviene preguntarnos si el clericalismo en la Orden no puede deberse en parte y en algunos casos a nuestras estructuras formativas vigentes, que hacen que algunos formandos con vocación laical acaben ordenándose simplemente porque no encuentran otros espacios con otras dinámicas formativas fuera del cursus clerical.
Aplaudimos los esfuerzos hechos en estos últimos años por el gobierno de la Orden por seguir insistiendo ante la Santa Sede para que se nos reconozca como una fraternidad mixta62. Pero este cambio de estatus canónico que todos deseamos deberá ir acompañado de un cambio en
la praxis fraterna.
Proyecto fraterno de vida y misión

27.
Ningún proyecto de evangelización es iniciativa ni patrimonio personal de nadie; siempre es la fraternidad la que evangeliza. El cuidado mutuo de los hermanos que a semejanza de la comunidad trinitaria se dan los unos a los otros pide cultivar una exquisita atención a la calidad de la vida fraterna. Una parte importante del servicio de animación de los Ministros y Guardianes es la búsqueda de medios de recrear la comunión, la intercomunicación y la calidez y verdad en las relaciones de los hermanos entre sí.

28.
La vida tocada por el dinamismo del Evangelio se convierte en pasión desbordante por el Reino. Hay que dar forma a la vida para no perder los frutos de lo que el Señor ha sembrado.
 Mantenemos por tanto nuestra convicción de que es necesario que las fraternidades y las entidades entren en una cultura del proyecto fraterno de vida y misión. No es ante todo una preocupación de eficacia operativa lo que nos mueve a ello, sino la necesidad de integrar el conjunto de nuestra vida y de establecer en ésta criterios que guíen nuestras decisiones. En estos últimos años hemos trabajado sobre las prioridades de nuestra vida; afirmamos la convicción de que entre ellas y la misión evangelizadora tiene que haber una dinámica circular de retroalimentación dentro de la cual se inscriban nuestros proyectos.
En esta amplia perspectiva la evangelización se presenta como el horizonte de todo el camino de conversión del hermano menor y, por tanto, de la formación permanente. La misión evangelizadora no es simplemente la dimensión “externa” de nuestra vida. De hecho, la misma vida consagrada, bajo la acción del Espíritu Santo que está en el origen de toda vocación y carisma, se hace misión, como lo fue la vida de Jesús63.

29.
Es necesaria también sensibilidad social para que el contacto con la realidad, leída con el instrumental crítico de las ciencias sociales y discernida con los ojos de la fe, nos sugiera el proyecto que el Señor nos pide. No podemos vivir de espaldas al devenir del mundo, especialmente en estos tiempos en los que la cultura posmoderna, con su cauda de oportunidades pero también de incertezas, desencanto y escepticismo, nos plantea tantos desafíos. La Orden ha optado por acompañarlo en el camino, no como quien tiene en la mano las respuestas a las preguntas que se hace, sino porque al igual que nuestros hermanos y hermanas, los hombres y mujeres de este tiempo, somos mendicantes de sentido64.
¿Seremos consecuentes con esta opción? No se puede elaborar por tanto un proyecto fraterno de vida y misión evangelizadora sin conciencia social. Por eso antes de obsesionarnos por adecuar nuestras estructuras debiéramos comenzar por leer atentamente los signos de los tiempos y de los lugares65 y dejarnos interpelar por ellos.
30.
La espiritualidad que alimenta nuestra vida y misión evangelizadora nunca es ajena a la vida de nuestros pueblos y lo que la afecta. La llamada justicia ambiental, la no violencia activa, los refugiados, los emigrantes, los sin tierra, las minorías étnicas, el uso ético y solidario de las fuentes financieras o la epidemia del VIH-SIDA son realidades entre otras muchas que tienen que ser llevadas a la oración y discernidas en nuestra práctica cotidiana de la lectura orante de la Palabra de Dios.
Los valores de la justicia, la paz y la integridad de la creación, que son valores de cepa evangélica, deben hacerse naturalmente presentes en nuestra vida de oración y devoción al igual que en la vida cotidiana y en el ejercicio de nuestros ministerios. Estamos llamados a construir puentes de diálogo, de encuentro, de reconciliación y de paz; a ser mensajeros de la cultura de la vida en todo el arco de su desarrollo; a ser, en fin, custodios de la esperanza.

31.
El “redimensionamiento” de las presencias y de las entidades que suele comportar cierres y fusiones para unas y para otras es parte de las revisiones y reestructuraciones. Son un proceso doloroso en el que, sin embargo, estamos llamados a descubrir un momento de gracia pascual para intentar re-significarnos de un modo más simple y vulnerable, pero también más profético y ciertamente minorítico, ahí donde estamos implantados. En nuestra Orden ésta es una realidad que se hace cada vez más visible y que representa una oportunidad excepcional de superar la mentalidad provincialista y de fomentar la interprovincialidad y el sentido de pertenencia a las Conferencias y a la Orden.

Conclusión

32.
Llegados al término de este encuentro fraterno no podemos menos de dar gracias al Señor por todos los bienes que a lo largo del mismo nos ha concedido así como lo ha hecho ya antes, en la ocho veces secular historia de la Orden, y seguramente lo seguirá haciendo hasta el fin.
Gracias por tantos hermanos que a lo largo de los siglos han sembrado la semilla del Reino en el mundo, a veces con el testimonio silencioso de su vida, a veces con el anuncio explícito del Evangelio. Gracias por el testimonio supremo de la fe que han dado los innumerables mártires de nuestra Orden. Gracias por todos aquellos que hoy continúan trabajando por el Reino con generosidad, imaginación y creatividad en las misiones ad gentes, en Tierra Santa, en África, en el extremo Oriente, en las formas ordinarias de pastoral y en las presencias evangelizadoras en los lugares de fractura. Gracias también por nuestras Hermanas Pobres de Santa Clara, por nuestros hermanos y hermanas de la Orden Franciscana Seglar y de la Juventud Franciscana y por tantos otros laicos y laicas que comparten con nosotros la pasión del ideal franciscano.
Gracias, en fin, por los sueños de tantos hermanos de hoy, unos llenos de ilusión, otros doloridos, pero todos grávidos de futuro. Con corazón agradecido reconocemos la permanente acción del Espíritu del Señor, verdadero Ministro general de la Orden, que nos acompaña y nos conduce por los caminos del mundo para anunciar la Buena Nueva del Reino del Padre a la manera del Hijo.

33.
Durante el Capítulo hemos celebrado la Vigilia de Pentecostés en Santa María de los Ángeles reunidos todos en la explanada de la basílica en torno a un gran haz de ramas secas. En un momento dado de la celebración se le prendió fuego a la leña con una pequeña llama tomada del cirio pascual, signo de Cristo resucitado. Muy pronto aquello se convirtió en una hoguera.
Para que haya fuego se necesita una materia combustible, pues el fuego no es sino la energía interna de la materia liberada en forma de luz y calor. La pira que en aquel momento ardía nos hablaba en su lenguaje simbólico de que no hay nada ni nadie, por seco y muerto que parezca —como seca y muerta estaba aquella brazada de leña— que, tocado por el Espíritu, no sea capaz de dar de sí energía, luz y calor. La acción del Espíritu consiste muy principalmente en liberar las potencialidades internas de las personas y de las circunstancias.
Pentecostés es dejarnos sorprender por el dinamismo insospechado que nos habita y nos pone en marcha. Sólo falta una chispa para desencadenarlo, una llama minúscula como la del cirio: la llama del Resucitado. Del resto se encarga el Espíritu.
Con Pentecostés dejamos atrás el tiempo pascual, no porque sea un punto y aparte litúrgico para pasar a otro tema —el tiempo ordinario— sino porque es el puente que pone en contacto al Resucitado con la vida cotidiana de los que creen en él. Pentecostés es dejarse incendiar por el Espíritu con el fuego de la Pascua en el día a día, tan común y tan corriente, de nuestras vidas. Por algo quería Francisco que el Capítulo general se celebrara por Pentecostés, y así lo hemos hecho.
Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo, como era en el principio, y ahora, y siempre por los siglos de los siglos. Amén.66
Modificado el ( jueves, 24 de septiembre de 2009 )

miércoles, 6 de octubre de 2010

CARTA SOBRE LA LECTIO DIVINA

Querido amigo:
Al menos cada domingo, o incluso cada día, en el curso de la liturgia que celebras con tus hermanos en la iglesia local o en tu comunidad, escuchas la lectura de la Palabra de Dios y recibes también el don de la homilía, esa explicación actualizada de los textos leídos. Así se te pone ante la Palabra viva y eficaz de Dios, que resuena en ti, ante la presencia del mismo Señor, ante el Cristo que sembró su Palabra en ti. La mesa está servida. El alimento de la palabra y el alimento eucarístico se te dan para que en tu camino, en tu éxodo de este mundo hacia el Padre, puedas alimentarte y no perecer, gustando este viático que te viene ofrecido, a ti, miembro enfermo y fatigado del pueblo de Dios, por Aquel que te alimenta, te consuela, te fortalece.
Al menos cada domingo, o incluso cada día, en el curso de la liturgia que celebras con tus hermanos en la iglesia local o en tu comunidad, escuchas la lectura de la Palabra de Dios y recibes también el don de la homilía, esa explicación actualizada de los textos leídos. Así se te pone ante la Palabra viva y eficaz de Dios, que resuena en ti, ante la presencia del mismo Señor, ante el Cristo que sembró su Palabra en ti. La mesa está servida. El alimento de la palabra y el alimento eucarístico se te dan para que en tu camino, en tu éxodo de este mundo hacia el Padre, puedas alimentarte y no perecer, gustando este viático que te viene ofrecido, a ti, miembro enfermo y fatigado del pueblo de Dios, por Aquel que te alimenta, te consuela, te fortalece.
Pero esta experiencia central de la vida cristiana sin duda que la querrás repetir en la vida diaria, en la soledad de tu habitación o en el coloquio comunitario con los hermanos que se te han dado como guardianes y como compañeros. Cierto, no podrás comprender y asimilar la Escritura apoyándote en ti mismo y en tus pobres fuerzas: para llegar a una lectura fructuosa en la que la Palabra de Dios opere en ti lo que no podrías por ti mismo se requieren ciertas condiciones, ciertos preliminares que te permitan una lectura creyente cristiana, una recepción de los dones del Espíritu Santo y una visión contemplativa de Dios Padre. Así, pues, lectura en el Espíritu, Biblia orada: eso es la Lectio divina.
La Lectio Divina, experiencia de Israel y de la Iglesia
Ya en la antigua economía de Israel se oraba con la Palabra y se escuchaba la palabra en la oración. Se puede ver la descripción de esta práctica de la comunidad leyendo el capítulo 8 del Libro de Nehemías. Tal método, que prevé la lectura, la explicación y la oración, se convirtió en la forma clásica de la oración judía, cuyo heredero ha sido el cristianismo (cf 2 Tim 3,14-16). El Nuevo Testamento no describe este método, pero sí da testimonio de él en diversos lugares.
Generaciones de cristianos continuaron orando así, sin ceder a una piedad no bíblica que no reconociera el señorío absoluto de la Palabra en la vida de oración de la Iglesia. Todos los Padres de la Iglesia de Oriente y de Occidente practicaron este método de la lectio divina, invitaron a los fieles a que hicieran otro tanto en sus casas y les entregaron esos espléndidos comentarios de la Escritura que eran fruto suyo esencial. ¿Qué decir, luego, de los monjes? Éstos la convirtieron en el centro de su vida en sus desiertos y sus monasterios, llamándola «la ascesis del monje», su alimento diario. Estaban seguros de que «no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que viene de la boca de Dios» (cf Deut 6,3 y Mt 4,4). En cierto momento, sintieron incluso la necesidad de fijar por escrito el método, al objeto de ayudar a los principiantes a esta adquisición de la Palabra en el Espíritu que no sólo santifica, sino también diviniza.
Orígenes, Jerónimo, Casiano, Bernardo y tantos más... fijaron los términos de la lectio divina, estimulando a los creyentes a recorrerla como la «vía áurea» del diálogo y del inefable coloquio con Dios.
Hasta el siglo XIII, este método alimentó la fe de generaciones enteras, y Francisco de Asís lo practicó todavía con constancia. Pero luego, en la baja Edad Media, se asistió a una deformación de la lectio divina con la introducción de las «cuestiones» y de las «disputas». Son los siglos de eclipse de esta oración los que abrieron el camino a la «devotio moderna» y a la «meditación ignaciana», oraciones más introspectivas y psicológicas. Sólo en los monasterios y entre los Servitas de María se conservará en su integridad, para reaparecer propuesta por el Concilio Vaticano II en la Constitución Dei Verbum, nº 25:
«Es necesario que todos conserven un contacto continuo con la Sagrada Escritura a través de la "lectio divina"..., a través de una meditación atenta y que recuerden que la lectura debe ir acompañada de la oración. Es ciertamente el Espíritu Santo el que ha querido que esta forma de escucha y de oración sobre la Biblia no se pierda a través de los siglos.»
Un lugar para la lectio divina
Así, pues, cuando quieres sumergirte en la lectura orante, busca primero un lugar solitario y silencioso, donde puedas orar a tu Padre en lo escondido, para poder contemplarlo. La propia habitación es un lugar privilegiado para gustar la presencia de Dios, no lo olvides (cf Mt 6,5-6). Ése es el lugar de la lucha de tu corazón, el desierto en que Jesús oró y fue tentado (cf Mc 1,12; Mt 4,1-11; Mc 1,35; etc.), el lugar al que Dios te atrae a sí para hablar a tu corazón y colmarte abundantemente, transformando los abismos angustiados de tu corazón en valles y puertas de esperanza (cf Os 2,16-17). Así, en un lugar solitario, tu juventud espiritual se renovará, podrás cantar al Señor, tu esposo, sentir que le perteneces sólo a él, en paz con todos los hombres y todas las criaturas, animadas o inanimadas (cf Os 2,18-25). Que tu habitación, o todo lugar solitario, sea, pues, para ti el santuario en que Dios te humilla para ponerte a prueba a través de su Palabra, pero así también te educa, te consuela y te alimenta. Sentirás sin duda la presencia del Adversario, que te invita a huir, que te volverá pesada la soledad, que se servirá de tus costumbres y de tus preocupaciones para distraerte, que tratará de seducirte con miriadas de pensamientos mundanos. No te dejes abatir, no desesperes y resiste en esta lucha cuerpo a cuerpo con el demonio, porque el Señor no está lejos de ti. No es que simplemente te vea combatir: él mismo combate en ti este combate. Ayúdate, si quieres, con un icono, con una vela encendida, con una cruz, con una esterilla sobre la que te arrodillas para orar. No tengas reparo -sin ceder a la moda o a la estética- en utilizar estos instrumentos, que te ayudarán a recordar que no estás sólo para estudiar la Biblia, o leer algunas palabras, sino que te encuentras ante Dios, pronto a escucharlo, en coloquio con él.
Si te viene la tentación de huir, resiste, incluso si tienes que quedarte sin voz, en silencio, pero resiste. Tienes que acostumbrarte a tiempos de soledad, de silencio, de desprendimiento de las cosas y de tus hermanos, si quieres encontrar a Dios en la oración personal.
Un tiempo de silencio para que Dios hable
Trata de que el lugar de la lectio divina y la hora del día te permitan también el silencio exterior, preliminar necesario del silencio interior. «El Maestro está  ahí y te llama» (cf Jn 11,38), y para oir su voz tienes que silenciar las otras voces, para oir la Palabra tienes que bajar el tono de tus palabras. Hay tiempos más apropiados que otros para el silencio: el corazón de la noche, por la mañana temprano, al atardecer... Tú verás, según tu horario de trabajo, pero permanece fiel a ese tiempo y determínalo en tu jornada de una vez por todas. No es serio acudir al Señor en la oración sólo cuando tienes un agujero en tus compromisos, como si el Señor fuera un tapaagujeros. Y no digas nunca: «No tengo tiempo», porque es como si te declararas idólatra: el tiempo de tu jornada está a tu servicio, no eres tú el que tiene que ser esclavo del tiempo.
Envuélvete, pues, de silencio, y el tiempo de la lectio divina pondrá ritmo a tu vida. Sabes que hay que orar siempre, sin cansarte nunca (cf Lc 18, 1-8; 1 Tes 5,17), pero sabes también que se necesitan tiempos precisos, dados explícita y visiblemente a la oración, para sostener esta «memoria de Dios» en toda la jornada. Sé un «enamorado» del Señor, o tiende a volverte tal. Entonces no desdeñarás consagrarle un poco de ese tiempo que consagras habitualmente, cada día y sin fatiga, a tus hermanos de comunidad o a tus amigos.
Y no olvides que este tiempo para la lectio debe ser suficientemente largo, no sólo un breve momento. Tienes que recuperar la calma, estar en paz, y no bastarán unos minutos. Los Padres dicen que para la lectio divina se precisa al menos una hora.
¿Cuántas palabras oyes durante el día, cuántas lecturas haces? ¡Qué de palabras sofocan a la Palabra! En esto también has de ser vigilante; si las palabras mundanas son tan abundantes, ¿qué «primacía» puede tener concretamente la Palabra de Dios sobre ellas? Hacer la lectio divina puntualmente, cada día, no te dispensa de examinar la relación entre la Palabra y las palabras. Éstas, por su cantidad y su calidad, pueden sofocar la voz divina y no permitir que aquella crezca y dé en ti su fruto (cf Mc 4,13-20). ¿Qué sentido tiene leer de todo, alimentarse con argumentos mundanos, hacer lecturas que dejan profundas huellas de impureza en el corazón, y pretender luego vivir de la Palabra «que sale de la boca de Dios»? Si en tu vida no pones vigilancia sobre la relación Palabra/palabras, estás condenado a seguir siendo un dilettante, un «oyente paralizado» frente a lo que debería ser un verdadero camino de iniciación.
Un corazón amplio y bueno
Si Dios te ha llamado a la soledad, al silencio, a un momento de diálogo con él, es para «hablar a tu corazón». El corazón bíblico es el centro, la sede de las facultades intelectuales del hombre, es el centro más íntimo de tu personalidad. Y, por tanto, el corazón es el órgano principal de la lectio divina porque es el centro en el que cada hombre vive y expresa su personalidad propia. Pero sabes que este corazón puede ser incircunciso (cf Deut 30,6; Rom 2,29), puede ser de piedra (Ez 11,19), estar dividido (Sal 118,113; Jer 32, 29), ciego (Lam 3,65). Todas estas expresiones indican que el corazón del creyente puede estar lejos de Dios, no tocado por la fe. Pero también, a veces, el corazón del creyente puede estar embotado por las disipaciones, la bebida y los agobios de la vida (Lc 21,34), puede estar endurecido, enfermo de esclerosis, hasta el punto de no reconocer ni comprender las palabras y la acción del Señor (Mc 6,52; 8,17), puede ser inestable, inconstante, olvidadizo, propenso a tergiversar el sentido de la Palabra (cf 2 Pe 3,16; Lc 8,13). Tú que te dispones a escuchar a Dios, toma tu corazón en la mano, elévalo a Dios, para que lo transforme en un corazón de carne, para que lo unifique, lo sane y lo purifique. Sólo un corazón de niño puede recibir los dones de Dios (cf Mc 10,15).
Sólo un corazón hecho nuevo por el Señor está abierto y disponible para la escucha. El Señor ha prometido dar un corazón nuevo a quien lo invoque (Ez 18,31), inclinarlo hacia su palabra si se presenta a él convencido de su propia esclerosis (Sal 118,36). Cada día nos grita: «¡Ojalá escuchéis mi voz! ¡No endurezcáis el corazón!» (Sal 94,8; Heb 3,7). El corazón duro encuentra dura la palabra de Dios, y esto les puede pasar también a los creyentes: «Esta palabra es dura. ¿Quién puede soportarla?» (Jn 6,60). Pide entonces al Señor para toda tu persona, cuyo símbolo es el corazón, «un corazón amplio, un corazón que escucha» (leb shame'a), como Salomón se lo pidió al Señor (1 Re 3,5).
Cuando haces la lectio divina, recuerda la parábola del sembrador, que presenta al Señor sembrando su palabra. Tú eres, en realidad, uno de esos terrenos: o pedregoso, o camino abierto a todo lo que pasa, o lleno de espinas, o bueno. La palabra debe caer en ti como en una tierra buena, y tú, «después de haberla escuchado con un corazón bueno y unificado, la guardarás produciendo fruto con tu perseverancia» (cf Lc 8,15).
Es en un corazón purificado, unificado, sanado, donde el Padre, el Hijo y el Espíritu vienen a hacer su morada en ti para celebrar la lectio divina (Jn 14,23; 15,4).
El corazón está hecho para la Palabra y la Palabra para el corazón: ayuda a esas bodas cantadas por el Salmo 118 en que su Palabra llega a ser tuya, en que tu corazón canta porque ha llegado a ser suyo.
Entonces tu corazón será  el de un discípulo dócil a las cosas de Dios, capaz de experimentar la Palabra «sin glosa», verdaderamente a los pies de Cristo y pronto a escucharlo como María de Betania (Lc 10,39), capaz de meditar y de conservar sus palabras en tu corazón como la madre del Señor (Lc 2,19.51). «Levantemos el corazón», canta la liturgia antes de la celebración eucarística. «Levantemos el corazón» es el primer grito de la lectio divina.
Invoca al Espíritu Santo
Coge la Biblia, ponla ante ti con reverencia, porque es el cuerpo de Cristo, haz la epíclesis, es decir, la invocación del Espíritu Santo. Es el Espíritu Santo quien presidió la generación de la Palabra, es él quien la hizo -palabra hablada o palabra escrita- a través de los profetas, los sabios, Jesús, los evangelistas, es él quien la dio a la Iglesia y la ha hecho llegar intacta hasta ti.
Inspirada por el Espíritu Santo, sólo este mismo Espíritu puede hacerla comprensible (cf Dei Verbum, nº 12). Obra de suerte que el Espíritu Santo pueda descender sobre ti (Veni Creator Spiritus) y que con su fuerza, su dýnamis, retire el velo de tus ojos para que veas al Señor (Sal 118,18; 2 Cor 3,12-16). Es el Espíritu el que da la vida, mientras que la «letra sola» mata. Ese Espíritu que descendió sobre la Virgen María, cubriéndola con su sombra gracias a su poder para engendrar en ella al Verbo, la Palabra hecha carne (Lc 1,34), ese Espíritu que descendió sobre los apóstoles para introducirlos en la verdad entera (Jn 16,13), tiene que hacer lo mismo en ti: tiene que engendrar en ti la Palabra, tiene que hacerte entrar en la verdad. Lectura espiritual significa «lectura en el Espíritu Santo y con el Espíritu Santo» de las cosas inspiradas por el Espíritu Santo.
Aguárdalo, porque «aunque tarde, de seguro que vendrá» (Hab 2,3). Ten por cierta la palabra de Jesús: «Si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, con cuánta más razón dará el Padre celestial el Espíritu Santo a quienes se lo pidan» (Lc 11,13).
Oirás en tu interior su palabra eficaz: «Effeta. Ábrete» (Mc 7,34) y no te sentirás ya solo sino acompañado ante el texto bíblico, como el etíope que leía a Isaías pero no comprendía hasta que Felipe le dio alcance. Éste, gracias al Espíritu Santo recibido en Pentecostés, le abrió el texto y le cambió el corazón (cf Act 8,26-38), lo mismo que el Señor había abierto la inteligencia de las Escrituras a los discípulos de Emaús (Lc 24,45).
Sin epíclesis, la lectio divina se queda en un ejercicio humano, un esfuerzo intelectual, todo lo más un aprendizaje de sabiduría, pero no Sabiduría divina. Y esto es «no discernir el Cuerpo de Cristo» y, por tanto, leer la propia condena (cf 1 Cor 11,29).
Ora según tu capacidad, según el Señor te lo conceda, o bien ora así:
«Dios nuestro, Padre de la luz, tú has enviado tu palabra al mundo, sabiduría salida de tu boca, que reinó sobre todos los pueblos de la tierra (Sir 24,6-8).
«Tú has querido que haga su morada en Israel y que a través de Moisés, los profetas y los salmos (cf Lc 24,44), manifieste tu voluntad y hable a tu pueblo del Mesías esperado, Jesús. Finalmente, has querido que tu Hijo mismo, Palabra eterna que vivía en tu seno (Jn1,1-14) se haga carne y plante su tienda entre nosotros, naciendo de María y siendo concebido por obra del Espíritu Santo (Lc 1,35).
«Envía ahora sobre mí tu Espíritu para que me dé un corazón dócil (1 Re 3,5), que me permita hallarte en estas Santas Escrituras y que engendre en mí a tu Verbo. Que tu Espíritu Santo retire el velo de mis ojos (2 Cor 3,12-16), que me conduzca a la verdad entera (Jn 16,13), que me dé inteligencia y perseverancia. Te lo pido por Jesucristo, nuestro Señor. Sea él bendito por los siglos de los siglos. Amén.»
Procura valerte sobre todo del Salmo 118 para esta oración preliminar. Es el salmo de la escucha de la Palabra. Es el salmo de la lectio divina, el coloquio del Amado con el Amante, del creyente con su Señor.
Lee...
Abre la Biblia y lee el texto. No escojas al azar, porque la Palabra de Dios no se desperdicia. Obedece al leccionario litúrgico y acepta este texto que la Iglesia te ofrece hoy, o bien lee un libro de la Biblia desde el comienzo hasta el final. Obediencia al leccionario u obediencia al libro son esenciales para una obediencia diaria, para una continuidad en la lectio, para no caer en el subjetivismo de la elección de un texto que agrada o del que uno cree tener necesidad. Trata de ser fiel a este principio. Puedes elegir un libro indicado por la tradición de la Iglesia para los diferentes tiempos litúrgicos, o una de las lecturas del leccionario ferial. No multipliques los textos: un pasaje, una perícopa, unos versículos son más que suficientes. Y si haces tu lectio siguiendo los textos del domingo, recuerda que la lectura primera (Antiguo Testamento) y la tercera (Evangelio) son paralelas y que se te invita a orar con esos dos textos. El leccionario de las fiestas es un gran regalo, escogido con mucha sabiduría espiritual. El leccionario semanal es más discontinuo; si te causa dificultades, es mejor hacer una lectura continua de un libro escogido.
No leas el texto una sola vez, sino varias, e incluso en voz alta. Si te sabes un pasaje casi de memoria y te ves tentado a leerlo con rapidez, no tengas reparo en recurrir a medios que te impidan esa lectura rápida y superficial: escribe el texto y vuelve a copiarlo. No leas sólo con los ojos, antes presta mucha atención a procurar imprimir el texto en tu corazón.
Lee también los pasajes paralelos, o busca las referencias puestas al margen, que son de gran ayuda. Amplía el pasaje, complétalo, aborda otros pasajes que están en relación con el del día, porque la Palabra se interpreta por sí misma. «La Escritura se interpreta por sí misma» es el gran criterio rabínico y patrístico de la Lectio.
Que tu lectura sea escucha (audire) y que la escucha pase a ser obediencia (oboedire). No tengas prisas. Se necesita una «lectura relajada», porque la lectura se hace por medio de la escucha. ¡La Palabra ha de ser escuchada! Al comienzo era la Palabra, no el libro como en el Islam. Es Dios el que habla y la Lectio no es más que un medio para llegar a la escucha. «Escucha, Israel» es siempre la llamada de Dios que tiene que provenir del texto hasta ti.
Medita...
¿Qué quiere decir «meditar»? No es fácil de explicar. Significa, por de pronto, «profundizar en el mensaje que has leído y que Dios quiere comunicarte». Esto requiere esfuerzo, fatiga, porque la lectura tiene que llegar a ser reflexión atenta y profunda. Cierto, en los tiempos en que se aprendía de memoria la Escritura el cristiano se veía ayudado en esta reflexión porque podía repetir en su corazón, con extrema facilidad, la palabra escuchada o leída. Y sin embargo, todavía hoy, tienes que consagrarte a esta reflexión, según tu cultura, tus capacidades y según los medios intelectuales que posees...
Los medios exegéticos, patrísticos, espirituales, son sin duda útiles para la meditación y el aumento de la comprensión; con todo, lo importante en la lectio divina es el esfuerzo personal, lo que no quiere decir «privado». Incluso hay que decir que a menudo da más frutos cuando esta escucha se vive en una experiencia comunitaria, de fraternidad o de grupo, que son los verdaderos lugares de la escucha de la Palabra.
Este esfuerzo personal ha de tender a buscar la «punta espiritual» del texto: no la frase más llamativa, sino el mensaje central, el que más se refiere al acontecimiento de la muerte-resurrección del Señor. Recoge, pues, el sentido espiritual, da continuidad y unidad entre exégesis, aportaciones patrísticas y lectura de la Biblia por medio de la Biblia y busca lo que te dice el Señor.
No pienses hallar lo que ya sabes: eso es presunción; no lo que más necesitas: eso es consumismo; ni lo que te gustaría encontrar para tu situación: eso sería el reino de la subjetividad, el reino del «yo me siento». El texto no siempre es comprensible por entero y de buenas a primeras. Ten a veces la humildad de reconocer que has comprendido poco, nada incluso. Lo comprenderás más tarde. También esto es obediencia, y si todavía necesitas leche, no puedes aspirar a un alimento sólido (cf 1 Cor 3,2; Heb 5,12).
Llegado a este punto, si ha habido cierta comprensión, rumia las palabras en tu corazón (la «rumia»  de Casiano) y luego aplícatelas a ti, a tu situación, sin perderte en el psicologismo, en la introspección y sin acabar haciendo el examen de conciencia. Es Dios quien te habla, contémplalo, por ti mismo. No te dejes paralizar por un escrupuloso análisis de tus límites y de tus deficiencias ante las exigencias divinas que la Palabra te hace descubrir.
Ciertamente, la Palabra es también maravilla, escruta tu corazón, te convence de pecado, pero recuerda que Dios es más grande que tu propio corazón (cf 1 Jn 3,20) y que esta herida en tu corazón, que te viene de Dios, la hace siempre con verdad y misericordia.
Maravíllate más bien del que habla a tu corazón, del alimento que te ofrece, más o menos abundante, pero siempre saludable. Asómbrate de que la Palabra quede así  depositada en tu corazón, sin que tengas que acudir en su busca al cielo o más allá de los mares (cf Deut 30,11-14). Déjate atraer por la Palabra, que te transforma en imagen del Hijo de Dios sin que sepas cómo. La Palabra que has recibido es para ti vida, alegría, paz, salvación. Dios te habla, tienes que escucharlo, asombrado, como los Hebreos del Éxodo que la veían obrar maravillas, como María, que cantaba: «El Señor ha hecho obras grandes por mí, su nombre es santo» (Lc 1,49). Dios se te revela. Acoge su nombre inefable, su rostro de Amante. Permanece en el espacio de la fe. Dios te enseña: modela tu vida en conformidad con la de su Hijo. Dios se te da, se entrega en su Palabra: acógelo como un niño que entra en comunión con él. Dios te besa con un santo beso: son las bodas del Amado y el Amante. Celebra, pues, en tu corazón su amor más fuerte que la muerte, más fuerte que el sheol, más fuerte que tus pecados. Dios te engendra como «logos», verbo-palabra, como hijo: acepta ser engendrado para llegar a ser el Hijo mismo de Dios. La meditación, la rumia tienen que conducirte a esto: ser la Morada del Padre, del Hijo y del Espíritu. Tu corazón es un lugar litúrgico: toda tu persona es templo, es realidad humano-divina, teándrica.
Ora...
Habla ahora a Dios, respóndele, responde a sus invitaciones, a sus llamadas, a sus inspiraciones, a sus demandas, a sus mensajes, dirigidos a través de la Palabra comprendida en el Espíritu Santo. ¿No ves que se te ha acogido en el seno de la Trinidad, en el inefable coloquio entre el Padre, el Hijo y el Espíritu? No te detengas ya en reflexionar demasiado, entra en diálogo y habla como un amigo habla a su amigo (Deut 34,10). No intentes ya conformar tus pensamientos con los suyos, antes búscalo a él. La meditación tenía por fin la oración. Éste es el momento. Sin embargo, no seas charlatán, háblale con confianza y sin temor, lejos de toda mirada sobre ti mismo, arrobado por su rostro que ha emergido del texto en Cristo el Señor. Da libre curso a tus capacidades creativas de sensibilidad, de emoción, de evocación, y ponlas al servicio del Señor. No te puedo dar muchas indicaciones porque cada cual sabe reconocer el encuentro con su Dios, pero no puede enseñárselo a los otros ni describirlo en sí. ¿Qué se puede decir del fuego, cuando se está sumergido dentro? ¿Qué se puede decir de la oración-contemplación al término de la lectio divina, sino que es la zarza ardiente en que el fuego abrasa?
Como arte inefable que es de la experiencia de la presencia divina, la lectio divina quiere conducirte allí donde, como el Amado, contemplas, repites las palabras del Amante, con alegría, con estupor, olvidado de todo. No pienses que este camino es siempre fácil, lineal, y que siempre se puede recorrer hasta la meta. Temor y amor apasionado, acción de gracias y sequedad espiritual, entusiasmo y atonía corporal, palabra que habla y palabra muda, tu silencio y el silencio de Dios están presentes y se interfieren en tu lectio divina día tras día. Lo importante es ser fiel a este encuentro: poco a poco la Palabra hace su camino en nuestro corazón, superando los obstáculos, los que siempre se presentan en un camino de fe y de oración. Sólo el que es asiduo a la Palabra sabe que Dios es siempre fiel y que no deja de hacerse el encontradizo y de hablar al corazón, sabe que hay tiempos en los que la Palabra de Dios se hace rara (1 Sam 3,1), y a los que sin embargo siguen tiempos de epifanía de la Palabra, sabe que estos tiempos de dificultades, de desánimo, de aridez espiritual son una gracia que nos recuerda qué lejos está todavía nuestro pleno conocimiento de Dios.
Abba Juan el Exiguo preguntaba un día a Abba Juan el Antiguo: «¿Cuál es la fatiga más grande y la obra más difícil del monje?». El anciano respondió con los ojos arrasados en lágrimas de alegría y de dolor: «Es la lectio divina».
Da gracias a Dios por la Palabra que te ha dado, por los que te la han anunciado y que te la explican, intercede por todos los hermanos que el texto ha podido traerte a la memoria con sus virtudes y con sus caídas, procura unir el pan de la Palabra y el de la Eucaristía.
Conserva lo que has visto, oído, saboreado en la lectio, consérvalo en tu corazón y en tu memoria, y vete a acompañar a los hombres, ponte en medio de ellos, y dales humildemente la paz y la bendición que has recibido. Tendrás también fuerza para actuar con ellos a fin de realizar en la historia la Palabra de Dios, mediante tu acción ministerial.
Dios te necesita como instrumento en el mundo para hacer «unos cielos nuevos y una tierra nueva». Te aguarda otro día, un día en el que, viendo a Dios cara a cara a través de la muerte, te mostrará lo que has sido, una «carta viviente» grabada por Cristo, una «lectio divina» para tus hermanos, el Hijo mismo de Dios.
Tu hermano
Enzo
Nota.- Este texto está tomado de la obra de Enzo BIANCHI, Prier la Parole (Abadía de Bellefontaine, 1978[?]), págs. 77-90. Ha sido traducido del francés por el P. Pablo Largo, cmf